El próximo miércoles 18 de julio, se conmemora el 76 aniversario del golpe de Estado de los militares españoles “africanistas” contra el gobierno legítimo de la II República Española. Militares felones, que había jurado lealtad a la República y que vulnerando el voto sagrado que realiza todo militar, se alzó en armas contra su propio pueblo como si fuese una guerra colonial, matando, violando y asesinando a la población civil inocente.
Pero también este 18 de julio se conmemora el 74 aniversario del último discurso oficial de uno de los hombres más insignes que ha dado la Nación española, la del presidente de la II República , D. Manuel Azaña, en el ayuntamiento de Barcelona, en tal fecha de 1938. Al contrario de los discursos asesinos de militares golpistas como Millán Astray (¡Abajo la inteligencia, viva la muerte!), Queipo de Llano (“Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los rojos lo que es ser hombres, De paso también a las mujeres de los rojos, que ahora por fin han conocido a hombres de verdad y no castrados milicianos”), Mola (Ni rendimientos, ni abrazos de Vergara, ni pactos, ni nada que no sea la victoria aplastante y definitiva), etc. Azaña nos da una clase de moral superior, tan necesaria en estos tiempos: que nunca más el enfrentamiento entre españoles llegue a derramar sangre inocente.
Hoy transcribimos el último fragmento de dicho discurso, que además puedes escuchar en la única grabación sonora que se conserva de discursos oficiales del presidente D. Manuel Azaña, y que puedes escuchar aquí.
Además de este fenómeno, de muchas y muy dilatadas y profundas consecuencias, como probará el porvenir; además de este fenómeno de orden psicológico y moral respecto de las personas, hay otro mucho más importante. Nunca ha sabido nadie ni ha podido predecir nadie lo que se funda con una guerra; ¡nunca! Las guerras, y sobre todo las guerras civiles, se promueven o se desencadenan con estos propósitos, hasta donde llega la agudeza, el ingenio o el talento de las personas; pero jamás en ninguna guerra se ha podido descubrir desde el primer día cuáles van a ser sus profundas repercusiones en el orden social y en el orden político y en la vida moral de los interesados en la guerra. Conste que la guerra no consiste sólo en las operaciones militares, ni en los movimientos de los ejércitos, ni en las batallas.
No; eso es el signo y la demostración de otra cosa mucho más profunda y más vasta y más grande; ése es el signo de dos corrientes de orden moral, de dos oleadas de sentimiento, de dos estados de ánimo que chocan, que se encrespan, que luchan el uno contra el otro, y de los cuales se obtiene una resultante que nadie ha podido nunca calcular. Nadie; nunca. Este fenómeno profundo, que se da en todas las guerras, me impide a mí hablar del porvenir de España en el orden político y en el orden moral, porque es un profundo misterio, en este país de las sorpresas y de las reacciones inesperadas, lo que podrá resultar el día en que los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que han hecho durante la guerra. Yo creo que si de esta acumulación de males ha de salir el mejor bien posible, será con este espíritu, y desventurado el que no lo entienda así. No voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio de que “no hay mal que por bien no venga”.
No es verdad. Pero es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído magníficamente por una ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, piedad, perdón.
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